jueves, 12 de junio de 2008

Pasaje cadena azul. El frío y el calor

Nadie sabría decir el momento exacto en que comenzaron a cambiar las cosas. En el caso del pasaje, las cosas empezaron a podrirse cuando yo aún vivía ahí, y si me permiten la asociación culinaria, creo que todo comenzó a ponerse malo cuando dejó de haber helado en la cafetería de la esquina, "El frozzen", como le llamábamos.
Hasta ese momento en el mediodía del Sevillano no habían dejado de estar presentes los helados, uno de los motivos por los que mis primas estaban pasadas de peso. Recuerdo que desde pequeña mi tía siempre enviaba a una de mis primas –cuando me hice mayor me enviaba a mí- con un cacharro a la esquina, a hacer la cola del frozzen, una cola divertida porque también era punto de encuentro de los vecinos, y siempre había alguna conversación que escuchar. El frozzen era una cafetería sin mesas ni sillas, más bien era un punto de ventas con un mostrador muy largo, como las típicas bodegas de antes. Allí se vendían croquetas, pasteles, refrescos, masaarreales, torticas, aunque los favoritos de todos eran los helados, que nosotros comprábamos indiscriminadamente, (como vivíamos en la casa de los excesos).
A mí me gustaban de chocolate, aunque también los había de otros sabores como mango, caramelo o fresa -sin fresas, porque no eran de la marca Coppelia, sino Guarina,una marca de menos calidad-. Los podía llevar uno en barquillos o en un recipiente y en ese caso pedir los barquillos correspondientes para llevarlos aparte y luego en casa servir el helado sobre ellos. No había nada como la sensación de estar recién bañada una tarde de verano y sentarme en el suelo, delante de la televisión con mi helado en la mano, mientras el ventilador me refrescaba el cuerpo, y lo mejor de todo era el helado.
En un inicio solamente estaba el problema de la colas, que llegaban a durar hasta una hora, luego cuando la cosa empezó a ponerse mala el asunto era que los helados no satisfacían la demanda y empezaron a dar tickets para que la gente no se colase. A cada comprador -es decir, a cada número- le permitían llevar hasta cinco bolas. Ya esto fue señal de que las cosas no estaban yendo bien, entonces recuerdo que íbamos mis primas y yo a marcar, y cogíamos tres números, hasta a veces llevábamos a Rebeca, apenas un bebé, y cogíamos otro por ella. Como las colas eran interminables, una de mis primas se quedaba guardando el sitio mientras la otra regresaba a la casa, que estaba a dos cuadras y pasada media hora o más, la relevaba, así hasta que estaba llegando el turno de comprar, momento en que íbamos todas para coger veinte bolas de helado, que luego se zamparían de una sentada los integrantes de mi familia.
Sí, el helado era fundamental, si tengo caries hoy es por él, aunque quizás el hecho de que no tenga más que las que tengo también sea gracias a él.
Recordando las colas me viene a la mente un cartel que habían puesto en la pared de la cafetería, que llamó mi atención porque, aparte del tablón de anuncios, era lo único que adornaba aquel espacio desaliñado y además porque era diferente a las propagandas partidistas que normalmente estaban colgadas en cualquier establecimiento de este tipo. Era un proverbio, no recuerdo bien de dónde, que me aprendí mientras hacía cola, de tanto verlo. Decía:

“Triste es no tener amigos,
pero más triste debe ser
el no tener enemigos,
porque el que enemigo no tenga
señal es de que no tiene
ni talento que haga sombra,
ni carácter que impresione,
ni valor temido,
ni honra de la que murmuren,
ni bienes que se le codicien,
ni cosa buena que se le envidie”

Era realmente atípico, y a juzgar por los dependientes no sabría a quién atribuir su presencia pues uno era un señor mayor que no debía estar en esos asuntos, la otra era una mulata gorda que siempre tenía cara de cansada, Olga se llamaba, y no tenía mucho tipo de espiritual, aunque seguramente debajo de su gruesa figura latía un corazón grande y cursi.
En aquel entonces, con colas y todo, aún vivíamos en el paraíso, nadie pensaría que aquello iba a terminar de un momento a otro y que el frozzen llegaría a no vender nada más que cigarros y tabacos, y que sus máquinas frigoríficas de los años cincuenta, que hasta entonces estaban en funcionamiento, se podrirían de calor al no tener qué congelar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ivis: ni proverbio, ni cursi. Es una frase de Martí. Please

Ivis dijo...

Gracias, anónimo. Puede que no sea cursi(un poco solo) pero fuera de contexto estaba cheo, qué quieres que te diga. Pero gracias, no sabía que era de Martí. Hay muchas cosas que yo no sé.